Por la cantidad de historias y datos que han dejado los cronistas es de creer que el demonio se andaba por estas tierras inspirando malos pensamientos y aconsejando malas obras.
Muy temprano, en la recién fundada ciudad hayamos una historia que involucra al ilustrísimo Arzobispo Loayza. Se refiere al caso de una dama que se dijo poseída por el demonio y con gestos violentos y palabras desmedidas aterrorizaba a los que osaban acercarse a ella. Se apiadó el arzobispo de la pobre mujer y decidió exorcizarla y aunque lo hizo varias veces no tuvo éxito, ya que lejos de calmar el espíritu de la mujer esta aumentaba en gritos y contorsiones. Impotente se hallaba el arzobispo Loayza de no poder ayudarla y decía que la causa de esto era obra de sus pecados y su poca santidad. Acongojado le refirió el caso a fray Gil González de Ávila, quien escuchó atentamente al arzobispo y le pidió tuviera la bondad de enviarle a la moza para intentar exorcizarla y ver si tenía más fortuna, aunque no por esto se considerase más digno y menos pecador. Los cronistas no mencionan la conversación sostenida entre fray Gil y la endemoniada pero si dicen que ella confesó no ser verdad la tal posesión demoníaca, sino que había montado todo ese show para justificar el embarazo que tenía. Y los hechos probaron que la endemoniada no mentía, pues a los pocos meses dio a luz un robusto niño en cuyo físico no encontraron las comadronas nada que pudiera pensar en la demoníaca paternidad.
La anterior crónica es registrada por el ilustrísimo fray Reginaldo Lizarraga en su “Historia y Descripción de las Indias” y añade otra, la de fray Domingo de La Cruz, sujeto “a quien el demonio perseguía de día y de noche”. El padre agustino Calancha asimismo da cuenta de otros endemoniados en su “Crónica Moralizada”, donde además de referir del interior del país, menciona la versión de la existencia de súcubos e íncubos en los pueblos inmediatos a Barranca, Huarmey y Huacho, en la época en que adoctrinaba a esos naturales el padre Biedma.
Establecido en la Ciudad de los Reyes el Tribunal del Santo Oficio como “necesario y conveniente para el aumento y conservación de nuestra santa fé católica”, se les dio a los inquisidores la facultad de también ver estos casos y encontrar pruebas evidentes de pacto con el espíritu de las tinieblas. Ricardo Palma en sus “Anales de la Inquisición” da cuenta de un pintoresco desfile de los mas variados personajes que tuvieron que vérselas con el temido Tribunal de Santo Oficio, como veremos a continuación.
En el auto de fe celebrado en 1578 castigaron con 200 azotes y destierro al escribano Pedro Hernández, quien decía tener una jaca que andaba treinta leguas y quien se jactaba además, de soltarse fácilmente sin romper grilletes, ni prisiones (a lo Houdini). En el auto celebrado en 1595 los señores inquisidores castigaron a Juan Rumbo acusado de haber celebrado “pacto con el diablo”. Y en 1693 castigaron a Melchor Aranivar, de oficio sastre, natural del Cusco y de 19 años de edad, quien había recibido del maligno “unas hierbas” mediante las cuales nuestro sastre podía abrir todas las puertas y destrozaba todas las cerraduras. A cambio, el demonio le había exigido a cambio “no rezar oración alguna ni penetrar jamás en un lugar sagrado”.
En 1726 fue castigado Bernabe Morillo y Otarola, negro esclavo, nacido en el Callao y de 30 años de edad, cocinero de oficio y que dedicaba sus ratos libres al socorrido oficio de “sacarles el demonio del cuerpo a las mujeres” pidiéndoles además de la propina, que no encomendaran sus almas a santo alguno o de su devoción. Fue castigado con azotes y enviado a cortar piedra a la isla de San Lorenzo. En este mismo año de 1726 fue castigado Juan Gonzales Rivera, mestizo limeño, de 26 años de edad, acusado de haber “pactado con el demonio”.
También en el año de 1736 castigaron a Micaela Zavala, desventurada vendedora de jamones que confesó su pacto con el diablo, quien la ayudo en la preparación de varios brebajes y hechizos “para que los hombres la amasen”.
Hay entre las víctimas de la Inquisición un buen número de charlatanes, que decían haber celebrado pacto con el demonio y que hacían publica exposición de los más extraños prodigios, solamente con el objeto de explotar la credulidad de la muchedumbre y beneficiarse de manera económica. La ignorancia era fiel compañera de la curiosidad y entre ambas daban como vivir a los explotadores de la pública candorosidad. Como vemos, muchos de estos individuos tuvieron que vérselas con los temidos inquisidores, que en la mayoría de los casos les infringieron terribles torturas a fin de confesar que efectivamente eran sus poderes producto de un pacto con el oscuro ser. Muchos de estos sujetos que se acusaron a sí mismos como grandes pecadores solo fueron desventurados delirantes y verdaderos enfermos a quienes en nuestros tiempos se llevaría a un manicomio y no, como entonces se hizo, a una hoguera.
Parece que el diablo aun andaba suelto en estas tierras a inicios del siglo XIX. El Tribunal del Santo Oficio en uno de sus últimos autos de fe, por el año de 1803, debió castigar severamente a una beata más conocida como la San Diego, de la cual se dijo que tenía un pacto con el diablo. En ese mismo auto fue castigada otra beata, cuyo nombre han olvidado los mismos que refieren el peligro en el que estuvo ésta de sentir muy de cerca los aromas y calores de la hoguera del Santo Oficio.
Fuentes:
Fray Reginaldo de Lizaraga, Historia y descripción de las Indias
Antonio de la Calancha, Crónica Moralizada
Ricardo Palma, Anales de la Inquisición
Hermilio Valdizan, Locos de la Colonia
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